miércoles, 31 de marzo de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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1.1. La camioneta abandonada.

Son las seis de la tarde. La camioneta lleva estacionada cuarenta y ocho horas sobre la acera de mi casa. No tiene placas, es negra, vidrios polarizados, sin señales de vida. La alarma está prendida. Es un foquito rojo que rítmicamente amenaza con su presencia. Me asomo al interior tratando de encontrar algún indicio, cualquier cosa que indiqué a quién pertenece, pero no hallo nada. Dicen los vecinos que no la toque, que no me meta en problemas. De cualquier forma no pretendo hacerlo. No pretendo dejar huellas ni rastro de haber estado aquí, no vaya siendo la de malas.

¡Ring! Se escucha un teléfono. Todos guardan silencio como si alguien fuera a contestar el aparato, pero nadie lo hace. ¡Ring! Suena otra vez. El sonido nos pone más ansiosos. Sudan las manos. Las miradas brincan de un lado a otro. Veo a los presentes sonreír nerviosamente. ¡Ring! Desde afuera no se nota, pero está adentro, eso es seguro. El ruido lo delata y pone en evidencia las ausencias en el vehículo.

Una mujer grita. Me salta el pecho. Señala algo: Un líquido escapa de la parte posterior del coche. Escurre perezosamente. Los demás dan un paso hacia atrás. Tengo un mal presentimiento. El corazón late muy fuerte. Estoy aterrorizado. Sin embargo, me acerco y compruebo que el cerrojo está abierto. Puedo abrir la cajuela si me acerco más, si jalo con fuerza, aunque debo pisar la choquía en el suelo. Lo hago. Piso el charco hediondo. De inmediato el olor ácido ataca la nariz. Jalo. La alarma se activa. Suena desesperada. La sangre me abandona. Sudo frío. La imagen me congela. ¡Dios mío! Este mundo no conoce la piedad.

Continuará...

lunes, 15 de marzo de 2010

El fin de una guerra asimétrica

¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! exclamó con furia la reina carmesí ante la corte rival. La presencia de los nobles del reino vecino implicaba con toda certeza el inicio de una competencia intensa y brutal, pero necesaria, fundamental.

¡Eso mismo digo yo! gritaron en coro los reyes del dominio colindante al mismo tiempo que se incorporaban a la riña. Los sirvientes de ambos bandos dieron paso al conjunto de soberanos quienes reunidos en el centro de aquella masa bicolor se centraron en discutir sobre el derecho de permanecer ahí y a cuál de todos ellos correspondía.

Horas largas e intensas se sucedieron sin llegar a una resolución favorable para cualquiera de los lados. Todos sentían la prerrogativa de apoderarse de aquellas tierras yermas: Las codiciadas Mesetas de la Creación, donde se dice que bajo la mirada del Dios Único los fantasmas adquieren tangibilidad y las ilusiones humanidad.

Los argumentos se extendieron infructuosamente durante días enteros serpenteando de una boca a otra. Después de múltiples alegatos llegaron a una conclusión: No había solución más razonable y civilizada que la guerra. Dispusieron entonces jugar la más sucia de todas las conflagraciones, una donde la erradicación total del enemigo era un objetivo permitido, viable y hasta obligatorio.

Los ataques ocurrieron, uno tras otro, cercanos o lejanos, físicos o mentales. Las armas utilizadas variaron en rangos, empezando por elixires capaces de disolver carne y alma, pasando luego a las falacias de las cortes palaciegas, sumadas al uso de artefactos de fuego y acero, hasta culminar con los sortilegios de palabras concatenadas que manipulan la realidad. También participaron retahílas de verdades, mentiras, asesinatos, complots y perfidia al por mayor. Asimismo, no olvidaron los despliegues marciales de infantería o arquería, demostraciones pirotécnicas con olor a azufre y los desfiles interminables de estandartes bitonales que definían a los respectivos contrincantes. De un lado picas y espadas, del otro caballeros y obispos, en todos ambición.

Los caídos era sustituidos sin demora al día siguiente, en una corriente sin fin de guerreros dispuestos. No había lugar a lamentos o súplicas, ni tiempo para ello. Las risas de una victoria hoy, transmutaban en los llantos de derrotas mañana, pues esta era una guerra equilibrada. Sabiéndolo, nadie se atrevía a ceder esperando un descuido del contrario.

No fue necesario hacerlo, pues en el momento de mayor algidez, la divinidad hizo acto de presencia. En un instante, la mirada ubicua barrió con las esperanzas y ansías de los contendientes. El ente omnipresente había tomado una decisión unilateral de insondable asimetría: La de una tercera opción, un adversario venido de tierras amarillas y ojos entreabiertos. Bajo esta nueva perspectiva era evidente que la lucha había estado perdida de antemano.

Sin la menor consideración ambas partidas fueron desechadas y refundidas más allá del olvido, donde perdieron mortalidad y convirtieron en nadería, en sombras de hombres nuevamente. Sin embargo, en su rincón continuaron soñando, esperanzados a dejar de ser sólo ajedrez o naipes guardados, aspirando llegar a la mesa donde regresarían a jugar el juego de la guerra, donde volverían a estar vivos para pelear.

Epifanía de la calamidad

El fin no ocurre en la forma de un suceso aislado o lineal, imperturbable: Obedece a una causa. El fin es principio, renovación, transformación. Vivimos inmersos en una cadena de terminaciones que conforman nuestra mortalidad, pero también los sueños de inmortalidad. Día a día mueren nuestras células, los años nos arrastran a la vejez y el universo se precipita hacia una conclusión. Todo finaliza, nada escapa a este destino...