Estoy bajo la lluvia. Es fría. También la dermis. El viento se comporta errático, sin rumbo ni dirección, pero siempre gélido. Parece que intenta arrancarle voz al mar, quien embravecido profiere los ecos de un pasado que no recuerdo.
Creo necesitar una bufanda o chamarra para cubrirme, pero aquí en la costa a nadie se le ocurre comprar esas cosas para salir a un paseo por el muelle, además que no me servirían. Ni un paraguas sería útil en esta ocasión. La brizna alcanza todo, hasta lo que se encuentra cubierto. Agua y aire son los elementos dominantes en esta tarde oscura.
Escucho a lo lejos un sonido familiar. Es la música del Caribe que habla del pasado, de los sueños y de las horas que quedaron pendientes. ¿Quién puede escuchar ese sonido de fuego y nostalgia en el reino del huracán? No lo sé, pero me dejo guiar por los oídos, a ver si encuentro respuesta a mi pregunta o por lo menos alivio al dolor.
Pero no, las notas no me llevaban a ningún sitio físico. No son reales. Conforme avanzo entre las altas y bajas de la corriente percibo que el ritmo tropical llega del interior, del mío. Es contradictorio darse cuenta que aquel hecho añicos y por quién enfilo a la profundidad es el único que se resiste a fenecer bajo las olas. No corazón, no te preocupes. La música quedará enterrada bajo los sedimentos del abismo. Lo hará mientras no pares de cantar cuando el cuerpo ya no esté.
Hace 11 años