domingo, 25 de abril de 2010

Tres pasos en la oscuridad

.
1.3. El purgatorio.


Estoy ciego. Con los ojos cerrados no se puede mirar. Aunque tampoco hay mucho por ver. Este es un cuarto reducido, un cuchitril. Llevo días aquí. ¿Muchos? no sé cuantos. Perdí la cuenta. ¿Semanas? ¿Horas? No lo sé. La alternancia entre el dolor y la inconsciencia carece de ritmo.

No sé si es más fuerte el dolor en las manos o en el rostro que la desgracia de no ver. Además no quiero hacerlo. No quiero. No quiero verme en el espejo. No. Debo ser un monstruo, con la piel quemada, marcas de cigarro, párpados pegados de tanto llorar, labios partidos, sudor encebado, olor a mierda. Prefiero seguir así, ciego. O perdido en el sopor farmacéutico en todo caso.

También preferiría estar sordo, para no oír lo que dicen. Sé que no debo hacerlo. No debo escuchar, que harán esto o aquello, que cortarán aquí o allá, que grabarán mientras vuelven a poner colillas en la mano o en el cachete. Que llamarán para asustarlos más. Que harán cosas que no quiero ni pensar. Que me matarán, harán carnitas con mi grasa, tiras de cuero para limpiar sus zapatos, o canicas con mis ojos. No, no quiero oír eso. No quiero oír nada. No quiero. Prefiero estar sordo. Ciego. Todo duele. Duele mucho.

De nada sirve quejarse. ¿Mudo? Hablar en este hoyo es inútil. Lo hago para no volverme loco, para sentir compañía. De todas formas nadie escucha, nadie oye lo que digo, esté aquí o afuera. Sólo las paredes ponen atención, son las únicas que escuchan, quietas ante mi discurso, con toda la paciencia del mundo. Pero lo hacen sólo por una razón: Están tan muertas como yo.

No hay comentarios: