jueves, 25 de noviembre de 2010

2da Lectura de obra ¡No faltes!

martes, 23 de noviembre de 2010

Lectura de obra ¡no faltes!

jueves, 19 de agosto de 2010

Sin nombre

Estoy bajo la lluvia. Es fría. También la dermis. El viento se comporta errático, sin rumbo ni dirección, pero siempre gélido. Parece que intenta arrancarle voz al mar, quien embravecido profiere los ecos de un pasado que no recuerdo.

Creo necesitar una bufanda o chamarra para cubrirme, pero aquí en la costa a nadie se le ocurre comprar esas cosas para salir a un paseo por el muelle, además que no me servirían. Ni un paraguas sería útil en esta ocasión. La brizna alcanza todo, hasta lo que se encuentra cubierto. Agua y aire son los elementos dominantes en esta tarde oscura.

Escucho a lo lejos un sonido familiar. Es la música del Caribe que habla del pasado, de los sueños y de las horas que quedaron pendientes. ¿Quién puede escuchar ese sonido de fuego y nostalgia en el reino del huracán? No lo sé, pero me dejo guiar por los oídos, a ver si encuentro respuesta a mi pregunta o por lo menos alivio al dolor.

Pero no, las notas no me llevaban a ningún sitio físico. No son reales. Conforme avanzo entre las altas y bajas de la corriente percibo que el ritmo tropical llega del interior, del mío. Es contradictorio darse cuenta que aquel hecho añicos y por quién enfilo a la profundidad es el único que se resiste a fenecer bajo las olas. No corazón, no te preocupes. La música quedará enterrada bajo los sedimentos del abismo. Lo hará mientras no pares de cantar cuando el cuerpo ya no esté.

viernes, 11 de junio de 2010

Tres pasos en la oscuridad (final)

Esta es la última parte de este relato, es decir, el final. Si quieres leerlo desde el principio sólo da clic aquí.
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3.3. El cielo.

Gritos. Voces maldiciendo. Mentadas de madre. Cosas que caen y rompen. “Me tienes harta” grita la bruja. “Eres una estúpida” le responde el otro. Escucho todo eso y más. El amor se quebró entre ellos. Eso es seguro.

Se envalentona. Recrimina al marido, quien llega de madrugada oliendo a prostituta y cigarro. Pelean. Se golpean. Se maldicen otra vez: “Puta ridícula”, “Mantenido de mierda”. Ella no queda contenta. Está furiosa, desesperada, ardida, vengativa, demente. Él se confía, la cree inofensiva, “ya se le bajará”, así que después de cenar se entrega feliz a sus sueños. Ella lo seda mientras él reposa. Apenas si opone resistencia. Lo amarra, lo arrastra y lo deja en el cuchitril donde me tienen a mí. Nos intercambia de lugar. Cierra la puerta por fuera. El no podrá salir hasta que ella, según sus cálculos, lo acuse ante la ley. Prefiere verlo encerrado antes que con otra. “En el bote será sólo mío” dice.

Pero sus planes no se cumplirán. Me saca a empujones, casi a rastras. Vamos hacia la camioneta. Arranca. Deja las puertas medio abiertas, esperando alguien se atreva a entrar y lo delate. Nos quedamos en otra casa de seguridad: Un cochinero igual de inmundo. Permanecemos varios días, no sé cuantos. “Debe aprender que me necesita, que sin mí no es nada” afirma, cuando es evidente lo contrario. Deja de sedarme para tener con quien charlar. En su locura empieza a desvariar, a tener una experiencia romántica conmigo, a enamorarse de la sombra que soy, a llamarme por otros nombres, que si Pedro, Juan, insinuando cosas desagradables sobre un futuro juntos. Lo hace mientras cura mis cicatrices, mientras limpia las lagañas. Yo no la contradigo, pues estoy a su merced. “Tú si te portas bien” asegura. Esta loca, pero armada. Sigue siendo igual de peligrosa. Con todo y sus arranques no se da cuenta que me he liberado de los amarres. Que con los ojos cerrados atizo su enojo. Que le sugiero regresar para terminar de vengarse. Que acepta sin mucho pensarlo.

Nos detenemos un par de colonias antes. Dentro del auto llama a la policía. Quiere atestiguar cuando se lleven al hombre, que para ese entonces debe estar muerto. Ella perdió contacto con la realidad, pero yo no. Aprovecho mientras habla detallando el lugar de su abandono. Busco lo primero que encuentro y se lo encajo, una y otra vez. Forcejea. Maldice. La piel se rompe. Mis manos se hunden, se empapan. Gimotea. Cierra el vehículo. Trato de salir por la parte de atrás. Me arrastro. Ella intenta seguirme. La mano se vuelve hundir hasta el fondo. Siento mis dedos mojarse. Nada los detiene. Escucho un gemido largo, grave. Deja de moverse. Vuelvo a enterrar hasta el fondo, hasta que no salga nada más, ni aire. No dejo de hacerlo hasta cansarme, hasta dejar de respirar por el esfuerzo. Cuando me recupero busco la salida. Es la puerta de atrás. La abro, salgo, cierro. Un aire fresco me llena. Es de noche. Camino. Mi corazón se baña con la luz de los autos. La sigo instintivamente. En ella encuentro el paraíso: La oscuridad no puede detenerme. Ya no.

Fin.

sábado, 5 de junio de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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3.2. Otra forma de amar

El amor verdadero es el que cede todo al ser amado, sin condiciones, sin prisas, sin obstáculos. Yo he cedido todo por él. Todo por ese amor que me derrite y me hace perder la cabeza. Él es mi vida entera. Sin su presencia no sería nada. Sin una persona a mi lado no valgo, soy menos que un cero a la izquierda. Pero con alguien como él, inteligente, valiente, que me quiere y protege, todo cambia, la gente me respeta, me miran distinto, la noche se convierte en día y mis inviernos en una primavera que no termina. Eso dijo hoy la protagonista de la telenovela y no puedo sentirme más de acuerdo: Él llegó para quedarse.

Nos fuimos a vivir juntos y me convertí en su mujer. Además quiso lo ayudara en los “negocios” que manejaba. Por un momento dudé, sentí quería usarme, pues nunca he andado en esos trotes, corriendo de aquí para acá, huyendo de la policía. Quizás soy pendeja, pero no criminal. Una cosa es hacerse la tonta y otra encubrir. Sentí que no era lo mío, que en cualquier rato nos agarrarían. Sin embargo, poco a poco, con sus palabras dulces y sus cariños de miel, comprendí que lo hacía por los dos, por nuestro bienestar, por estar juntos, por tener algo que compartir. Me convenció. Acepté sin más rezongos y entonces me vi involucrada en cosas que jamás hice por otro. En un principio sentí algo de remordimientos por la gente a la que atracábamos, pero después ya no. Llegado un punto me acostumbré a vivir a salto de mata, agarrándole cierto gusto a chingarte el dinero de la gente y hacer lo que te venga en gana sin nadie que te recrimine. Al final, la culpa la tienen ellos por estúpidos, por confiar en cualquiera. Pero por sobre todas las cosas, lo que más me gustó fue saber que le era indispensable: Él me hacía sentir como la heroína de mi propia novela, como la adelita de un soldado de los tiempos modernos. Todo con tal de estar a su lado, por valer algo en la vida, porque la gente te mire con respeto.

No medí lo que pasaría ni me importó. Lo seguí donde, como y en lo que fuera. Era un sueño que no terminaba, una alegría verlo retozar sobre mí, correr por salvarnos el pellejo, vivir en la complicidad. Pero de repente las cosas empezaron a cambiar para mal. Decidió mudar de giro, dedicarnos a algo que según nos llevaría a una mejor vida: El negocio del secuestro. Las cosas comenzaron a desmoronarse lentamente. La familia no quería pagar, los meses se hicieron eternos y la inmovilidad empezó a fastidiarnos. Él dejó de ponerme atención y dedicarme sus horas. Salía por ratos encargándome el cuidado del engendro y a veces ni llegaba a dormir. No sabía qué hacer ni cómo reaccionar. Me estaba volviendo loca, retornando a mi soledad. ¿Me abandonaría si le reclamaba algo? ¿Me dejaría? No, él no se podía ir. Él no.

Continuará...

domingo, 30 de mayo de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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3.1. El cuerpo errante

El pareja recibió el reporte a eso de las cero horas. Según el parte policial un indigente deambulaba por la vía de alta velocidad. Los conductores aseguraban haber visto una persona en estado de ebriedad toreando los autos. Tuvo suerte de no quedar embarrado ahí, pues a esa hora de la noche transitan camiones de carga. Uy no, me ha tocado ver un montón de perros destripados a lo largo de esa vía. Se salvó de puro milagro.

Pero la verdad siempre es más terrible de lo indicado por los informes. Vimos una silueta temblorosa desde lejos. Los autos colocaban las luces en altas o pitaban esperando reaccionara y se hiciera a un lado o saliera del paso de los coches, pero no, no lo hacía. No me extraña nadie se detuviera a echarle una mano o acomedirse y recoger al pobre sujeto. Pero en estos tiempos la indiferencia, el valemadrismo y el miedo son mucho más fuertes que la caridad o la intención por ser buen cristiano. Ya no hay buenas personas. Y si las hay quien sabe donde se quedaron, porque esta noche, ninguna se encontraba manejando por aquí.

El pareja se adelantó mientras me quedé a desviar el tráfico. Al momento comenzó a hacerme señas. Quería me acercara a ver. De principio me molesté porque encabrona que no pueda hacer las cosas él solo, pero luego me di cuenta porque lo hacía. Era una persona la que estaba ahí. No podría decir exactamente de qué edad, pues la mugre cubría la mayor parte de su rostro y cuerpo. Una bata sucia, raída, tipo paciente de hospital, costras en las muñecas y tobillos decían mucho. Lo más sorprendente no era eso. Ocultos tras una capa de sangre seca y lagañas podían apreciarse los párpados cosidos entre sí: Los hilos lo mantenían ciego. Sentí escalofríos y luego vomité. Era la imagen de una película de horror.

continuará...

viernes, 21 de mayo de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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2.3. El infierno.

El infierno no es ardiente ni flamígero. El infierno es oscuridad, es frío, metal, inerme. No hay emociones ni simpatía. Sólo un dolor agudo y penetrante, un sueño que no termina, con voces sembrando miedo, terror, angustia, que murmuran como achicharrar piel de la forma más vistosa o como provocar dolor de la manera más profunda. Eso es el infierno. Está al otro lado de la puerta. Un demonio lo administra. Tiene rostro de mujer.

Ella pincha cuando revivo. Ni siquiera despierto bien cuando vuelve a hacerlo. Caigo nuevamente en una alucinación de las sombras. Por momentos desaparece con el fulano y entonces deja respirar un poco. Recupero conocimiento sólo para recordar y llorar. Recuerdo el sol y las calles, el tráfico del mediodía. Lloro pensando en aquellos que esperan. En los minutos lentos que deben vivir pensando como estoy o si estoy. ¿Qué horrores pasarán por sus mentes en este momento? ¿Sufrirán y llorarán conmigo? ¿Me imaginarán en una barranca, descuartizado, encostalado, lleno de agujeros? ¿O acaso con el rostro descarnado a causa de los perros callejeros? Debe ser peor a lo que estoy viviendo.

Pero este tormento no lo transito solo. Mientras ella me tortura con pinzas y agujas yo la torturo con celos e inseguridad que regresan el daño retribuido, multiplicado mil veces. En mis ratos de conciencia le digo palabras de veneno que caen en su ánimo como piedras en el pozo: Hasta el fondo. Su cordura, ya deteriorada, se descompone más rápido y noto en mi estado de desesperación que ella está más desesperada que yo. Tanto que empieza a escucharme, a considerarme su confidente. Lo hace mientras revisa mis amarres, mientras graba para torturar a los míos. No sabe qué hacer para detener el agua que escapa de sus manos. No sabe como sujetar al sagitario que quiere volar. Le clavó una flecha y no puede sacársela. No sabe hacerlo. Pero yo sí. Se lo hago saber y escucha, primero desconfiada, después atenta. Lo hace para mal suyo. De esa manera mi infierno de oscuridad se transforma en nuestro infierno de venganza.

continuará...

viernes, 14 de mayo de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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2.2. Todo por amor.

Pobrecito. Llegó con tres balazos en la pierna izquierda. Me dio tanta lástima verlo ahí, tan guapote, tan masculino, lleno de sangre, quejándose. Daba ternura ver el hombresote, indefenso y desamparado ante el dolor. Me sentí identificada hasta lo más hondo de mi ser. No hubo de otra. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Sus lágrimas me robaron el corazón. Fue inevitable. Era el destino llamando a la puerta de mi conciencia ¿por qué no escucharlo? Por su culpa nos conocimos, nos tratamos, nos enamoramos… Sí, así fue. Nos enamoramos.

A los dos días de estar hospitalizado me declaró su amor, cuanto me quería, cuanto había soñado conmigo toda su vida, las muchas cualidades que veía en mí. No aguanté, chillé de la emoción frente a él. Me sentía tan sola, tan abandonada y ahora, sin buscar, encontraba lo que quería, en el lugar menos esperado. Nunca tuve suerte con los hombres. Huían. Me hacían sufrir, lastimándome, rompiéndome el alma a cada rato. Y no sé porqué sí les doy todo de mí, totalmente, sin condiciones. Pero no lo aprecian. No aprecian a una mujer enamorada. A una mujer que entrega hasta su vida. El último tipo con el que salí dijo “eres una pendeja”, dejándome sola en la sala de cine. Después de eso lo busqué. Pensé que había sido una confusión, un malentendido, pero no contestó las llamadas ni los mensajes. Tampoco volvió a abrir la puerta de su departamento. Algo debí haber hecho mal que no le pareció, que se enojó, pero en todo caso no supe que fue. ¿Por qué me pasa esto? Sí lo único que hago es amarlos.

Por eso cuando lo conocí postrado en la camilla y me declaró sus emociones no pude más. Le dije sí, sí con todas mis fuerzas, sí con cada lágrima que lloré estos años. Me derretí cuando tomó mis manos, las beso e hizo pasar por su cara sin rasurar, cuando me dijo “¿quieres ser mi novia?”. En ese momento sentí el corazón paralizárseme. Bendije a todos los santos y vírgenes del cielo que recordé por hacerme el milagro, por escuchar mis ruegos, por ver mis limosnas, por acompañarme en las mandas realizadas. Sólo era cuestión de fe y paciencia. Bien decía mi abuela “velo y mortaja…”.

Por ello tampoco dudé cuando pidió auxilio. No permitiría que nadie me lo quitara, que la mano cruel de la ley se lo llevara. A él no. Sin pensar le ayudé a escapar por la salida de emergencia del hospital vestido como otra enfermera, arriesgándome a cualquier cosa, sin importar nada, sin pensar caería en la sombra de la cárcel por culpa del amor. Pero la Divina Providencia recompensa las causas justas, observa los actos de penitencia y por eso, en la puerta, antes de salir a la calle me dijo “¿Quieres venir conmigo?”. No pude negarme, no tenía nada que perder. Tiré la cofia en el bote de basura y huí con él.

continuará...

jueves, 6 de mayo de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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2.1. La puerta cerrada.

La llamada sonaba desesperada. Indicaba la dirección y las señas de un lugar ubicado en la colonia Guerrero, una zona de mala reputación donde abundan las balaceras y las residencias de pirujas de tres pesos.

Llegamos al lugar indicado: Una casa hechiza de color rosa pastel. El portón se encontraba amarrado con cadena y candado, pero sólo por encimita. Lo que estuviera ahí no estaba bien guardado, pues no había más seguridad que esa. Sin embargo, nuestro equipo siempre viene preparado para cualquier situación. Sin importar estuviera abierto terminamos por romper todo a madrazos. Nada puede contra un buen marro o una patada. Nada puede contra el decidido pie de la justicia (cuando se decide).

El patio interior estaba casi vacío, con algunos muebles inservibles amontonados en un rincón. Es seguro que aparcaban aquí un vehículo grande, una camioneta quizás. Aún había marcas de llantas y algo de aceite de motor. Avanzamos con cuidado. La puerta del interior estaba emparejada y no hicimos ningún esfuerzo para abrirla, cosa que nos extrañó mucho, considerando también la de afuera se encontraba igual. Debieron haber salido hechos la chingada para que la dejaran así.

La casa tenía pocas cosas: Una mesa aquí, un refrigerador jodido por allá, unos trastes de plástico más acá. Nada útil o bueno, a excepción de un par de celulares que se encontraban tirados en el piso, modelitos viejos que nadie quiso. Todo sucio o en mal estado. Los que estaban aquí además de codos eran unos puercos. Queda claro con que fines ocupaban este mugrero.

Revisamos cuarto por cuarto hasta la azotea. De abajo hacia arriba esculcamos cada espacio, cada esquina. Teníamos ganas de accionar el arma, disparar a lo primero que se moviera, pero no había nadie. La mayoría de las puertas no tenían cerrojo y las que lo tenían estaban abiertas, a excepción de una. En la recámara posterior había un colchón roto y una mesita de noche repleta de medicamentos, jeringas, gasas con sangre y otros objetos de curación. En cuanto entramos supimos que algo estaba mal en esa habitación, que la causa de la llamada provenía de ese sitio. Un fuerte olor a podrido no dejaba respirar. Casi casi vuelvo las garnachas de la mañana. El suelo se encontraba tapizado de gusanos negros, de esos que le salen a los perros muertos, entre moscas revoloteando como buscando algo en que posarse o que morder. Espantándonos los insectos llegamos al otro lado. Tanto la hediondez como los bichos provenían de un sólo lugar: El clóset del fondo. Esa era la única puerta cerrada.

continuará...

domingo, 25 de abril de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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1.3. El purgatorio.


Estoy ciego. Con los ojos cerrados no se puede mirar. Aunque tampoco hay mucho por ver. Este es un cuarto reducido, un cuchitril. Llevo días aquí. ¿Muchos? no sé cuantos. Perdí la cuenta. ¿Semanas? ¿Horas? No lo sé. La alternancia entre el dolor y la inconsciencia carece de ritmo.

No sé si es más fuerte el dolor en las manos o en el rostro que la desgracia de no ver. Además no quiero hacerlo. No quiero. No quiero verme en el espejo. No. Debo ser un monstruo, con la piel quemada, marcas de cigarro, párpados pegados de tanto llorar, labios partidos, sudor encebado, olor a mierda. Prefiero seguir así, ciego. O perdido en el sopor farmacéutico en todo caso.

También preferiría estar sordo, para no oír lo que dicen. Sé que no debo hacerlo. No debo escuchar, que harán esto o aquello, que cortarán aquí o allá, que grabarán mientras vuelven a poner colillas en la mano o en el cachete. Que llamarán para asustarlos más. Que harán cosas que no quiero ni pensar. Que me matarán, harán carnitas con mi grasa, tiras de cuero para limpiar sus zapatos, o canicas con mis ojos. No, no quiero oír eso. No quiero oír nada. No quiero. Prefiero estar sordo. Ciego. Todo duele. Duele mucho.

De nada sirve quejarse. ¿Mudo? Hablar en este hoyo es inútil. Lo hago para no volverme loco, para sentir compañía. De todas formas nadie escucha, nadie oye lo que digo, esté aquí o afuera. Sólo las paredes ponen atención, son las únicas que escuchan, quietas ante mi discurso, con toda la paciencia del mundo. Pero lo hacen sólo por una razón: Están tan muertas como yo.

sábado, 10 de abril de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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1.2. Amor a primera vista.

Ayer te conocí y me enamoré de ti. Al verte en la pista supe eras el bueno. El hombre soñado que me amará, se casará conmigo, dará una linda familia y sacará de chambear. Dice Juanita que estoy idiota. Que tú no harás nada de eso. ¿Verdad que sí? No quiero estar sola. Sola como perro sin dueño, sin nadie a un lado.

Las lámparas te iluminaban por ratitos, dejándome ver tu sonrisa masculina, tu barba de candado, la patilla alargada. Quise por un momento ser rayo de luz o sombra en el suelo para posarme sobre tus labios o arrastrarme a tus pies, para acariciar los hoyitos de tu cara o escurrirme por debajo del ombligo. Quise ser todo eso y también tu mujer.

Envidié la música por entrar hasta el fondo de ti. Sí yo pudiera hacer lo que ella hacía llegaría al centro de tu corazón y te mataría de amor con un sonido. También mataría la cosa que llevabas del brazo, la puta esa que se te repegaba y te robaba el aliento que era mío. Dolió no ser yo quién estuviera a tu lado para agotar ese calor, para empaparse de tu sudor. Dolió la distancia que nos separaba. Dolió no saber tu nombre ni saber quién eres, a qué te dedicas y más aún ni supieras de mi existencia. Dolió haberse enamorado de ti a primera vista sin que me hubieras volteado a ver. Pero no, no renegaré. No lo haré. Ya te encontraré y entonces serás mío. Lo sé. Lo juro. Un pálpito aquí abajito me lo dice. Ni San Antonio ni San Juditas Tadeo pueden dejarme abandonada. Ya lo hicieron por mucho tiempo.

continuará...

miércoles, 31 de marzo de 2010

Tres pasos en la oscuridad

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1.1. La camioneta abandonada.

Son las seis de la tarde. La camioneta lleva estacionada cuarenta y ocho horas sobre la acera de mi casa. No tiene placas, es negra, vidrios polarizados, sin señales de vida. La alarma está prendida. Es un foquito rojo que rítmicamente amenaza con su presencia. Me asomo al interior tratando de encontrar algún indicio, cualquier cosa que indiqué a quién pertenece, pero no hallo nada. Dicen los vecinos que no la toque, que no me meta en problemas. De cualquier forma no pretendo hacerlo. No pretendo dejar huellas ni rastro de haber estado aquí, no vaya siendo la de malas.

¡Ring! Se escucha un teléfono. Todos guardan silencio como si alguien fuera a contestar el aparato, pero nadie lo hace. ¡Ring! Suena otra vez. El sonido nos pone más ansiosos. Sudan las manos. Las miradas brincan de un lado a otro. Veo a los presentes sonreír nerviosamente. ¡Ring! Desde afuera no se nota, pero está adentro, eso es seguro. El ruido lo delata y pone en evidencia las ausencias en el vehículo.

Una mujer grita. Me salta el pecho. Señala algo: Un líquido escapa de la parte posterior del coche. Escurre perezosamente. Los demás dan un paso hacia atrás. Tengo un mal presentimiento. El corazón late muy fuerte. Estoy aterrorizado. Sin embargo, me acerco y compruebo que el cerrojo está abierto. Puedo abrir la cajuela si me acerco más, si jalo con fuerza, aunque debo pisar la choquía en el suelo. Lo hago. Piso el charco hediondo. De inmediato el olor ácido ataca la nariz. Jalo. La alarma se activa. Suena desesperada. La sangre me abandona. Sudo frío. La imagen me congela. ¡Dios mío! Este mundo no conoce la piedad.

Continuará...

lunes, 15 de marzo de 2010

El fin de una guerra asimétrica

¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! exclamó con furia la reina carmesí ante la corte rival. La presencia de los nobles del reino vecino implicaba con toda certeza el inicio de una competencia intensa y brutal, pero necesaria, fundamental.

¡Eso mismo digo yo! gritaron en coro los reyes del dominio colindante al mismo tiempo que se incorporaban a la riña. Los sirvientes de ambos bandos dieron paso al conjunto de soberanos quienes reunidos en el centro de aquella masa bicolor se centraron en discutir sobre el derecho de permanecer ahí y a cuál de todos ellos correspondía.

Horas largas e intensas se sucedieron sin llegar a una resolución favorable para cualquiera de los lados. Todos sentían la prerrogativa de apoderarse de aquellas tierras yermas: Las codiciadas Mesetas de la Creación, donde se dice que bajo la mirada del Dios Único los fantasmas adquieren tangibilidad y las ilusiones humanidad.

Los argumentos se extendieron infructuosamente durante días enteros serpenteando de una boca a otra. Después de múltiples alegatos llegaron a una conclusión: No había solución más razonable y civilizada que la guerra. Dispusieron entonces jugar la más sucia de todas las conflagraciones, una donde la erradicación total del enemigo era un objetivo permitido, viable y hasta obligatorio.

Los ataques ocurrieron, uno tras otro, cercanos o lejanos, físicos o mentales. Las armas utilizadas variaron en rangos, empezando por elixires capaces de disolver carne y alma, pasando luego a las falacias de las cortes palaciegas, sumadas al uso de artefactos de fuego y acero, hasta culminar con los sortilegios de palabras concatenadas que manipulan la realidad. También participaron retahílas de verdades, mentiras, asesinatos, complots y perfidia al por mayor. Asimismo, no olvidaron los despliegues marciales de infantería o arquería, demostraciones pirotécnicas con olor a azufre y los desfiles interminables de estandartes bitonales que definían a los respectivos contrincantes. De un lado picas y espadas, del otro caballeros y obispos, en todos ambición.

Los caídos era sustituidos sin demora al día siguiente, en una corriente sin fin de guerreros dispuestos. No había lugar a lamentos o súplicas, ni tiempo para ello. Las risas de una victoria hoy, transmutaban en los llantos de derrotas mañana, pues esta era una guerra equilibrada. Sabiéndolo, nadie se atrevía a ceder esperando un descuido del contrario.

No fue necesario hacerlo, pues en el momento de mayor algidez, la divinidad hizo acto de presencia. En un instante, la mirada ubicua barrió con las esperanzas y ansías de los contendientes. El ente omnipresente había tomado una decisión unilateral de insondable asimetría: La de una tercera opción, un adversario venido de tierras amarillas y ojos entreabiertos. Bajo esta nueva perspectiva era evidente que la lucha había estado perdida de antemano.

Sin la menor consideración ambas partidas fueron desechadas y refundidas más allá del olvido, donde perdieron mortalidad y convirtieron en nadería, en sombras de hombres nuevamente. Sin embargo, en su rincón continuaron soñando, esperanzados a dejar de ser sólo ajedrez o naipes guardados, aspirando llegar a la mesa donde regresarían a jugar el juego de la guerra, donde volverían a estar vivos para pelear.

Epifanía de la calamidad

El fin no ocurre en la forma de un suceso aislado o lineal, imperturbable: Obedece a una causa. El fin es principio, renovación, transformación. Vivimos inmersos en una cadena de terminaciones que conforman nuestra mortalidad, pero también los sueños de inmortalidad. Día a día mueren nuestras células, los años nos arrastran a la vejez y el universo se precipita hacia una conclusión. Todo finaliza, nada escapa a este destino...